Capítulo IV
El abuelo cayó enfermo una mañana de junio. Guardó sus gafas en el cajón de la mesilla, se metió en la cama y no volvió a salir. Yo le visitaba cada día; nunca hasta entonces habíamos hablado tanto. Era el único que no me trataba como a una niña de ocho años. Él me contaba historias sobre otros fareros, a los que prometí visitar cuando fuera mayor. Yo rezaba cada noche para que aguantara con vida hasta la fiesta de la virgen del Carmen, pensando que entonces llegaría el milagro capaz de salvarle. Una vez curado, me ayudaría a construir mi propia barca y juntos descubriríamos aquel mundo oculto tras el horizonte.
El abuelo se marchó para siempre el 16 de julio. Dicen que lo enterraron bajo una de las cruces blancas que desde un promontorio vigilan el mar. Yo creo que se lo llevaron los marineros en una barca, y que me espera más allá de los límites del mapa.
El abuelo se marchó para siempre el 16 de julio. Dicen que lo enterraron bajo una de las cruces blancas que desde un promontorio vigilan el mar. Yo creo que se lo llevaron los marineros en una barca, y que me espera más allá de los límites del mapa.
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