Mudanzas
Cuatro años en la blogosfera, escribiendo desde varias lunas y al paso del ciempiés... Hora de mudar y cerrar voces antiguas. Poco a poco.
Cuatro años en la blogosfera, escribiendo desde varias lunas y al paso del ciempiés... Hora de mudar y cerrar voces antiguas. Poco a poco.
El abuelo cayó enfermo una mañana de junio. Guardó sus gafas en el cajón de la mesilla, se metió en la cama y no volvió a salir. Yo le visitaba cada día; nunca hasta entonces habíamos hablado tanto. Era el único que no me trataba como a una niña de ocho años. Él me contaba historias sobre otros fareros, a los que prometí visitar cuando fuera mayor. Yo rezaba cada noche para que aguantara con vida hasta la fiesta de la virgen del Carmen, pensando que entonces llegaría el milagro capaz de salvarle. Una vez curado, me ayudaría a construir mi propia barca y juntos descubriríamos aquel mundo oculto tras el horizonte.
El abuelo se marchó para siempre el 16 de julio. Dicen que lo enterraron bajo una de las cruces blancas que desde un promontorio vigilan el mar. Yo creo que se lo llevaron los marineros en una barca, y que me espera más allá de los límites del mapa.
Aquella casa estaba llena de ventanas, y el azul del mar inundaba las habitaciones. Me puse de pie por primera vez para ver el horizonte sin necesidad de que me levantaran en brazos; según cuenta mi madre, era la única forma de hacerme callar. En mis primeros años de vida podía pasar horas mirando aquel horizonte que imaginaba plano y casi infinito, que podía navegarse hasta el fin del mundo. Cuando supe que había muchos faros como el nuestro, pensé que marcaban el paso a otra dimensión; tal vez a un lugar donde convivían pasado, presente y futuro. A un universo donde cualquier cosa era posible.
Crecí detrás de aquellas ventanas, soñando con el momento en que, pilotando uno de los barcos de colores atados en el puerto, navegaría por un mar en calma durante semanas hasta llegar al lindero del mundo conocido.
Hasta ese día mi abuelo vivía solo en la casa de cal junto al faro. Al menos una noche por semana subía a ver a mi padre, y entre giro y giro de la señal luminosa le pedía que olvidara los viejos rencores y se trasladara de nuevo al hogar familiar. El orgullo le había impedido aceptar la propuesta; pero cuando mi madre y él se dieron cuenta de que la única solución era colgar la cuna del techo regresaron a la casa de cal. Por supuesto, la decisión no fue inmediata. Pasé dos noches durmiendo como si fuera una lámpara, y cuando al tercero se dibujó una grieta en el techo, comenzaron a empaquetar sus cosas.
Nací una mañana a principios de agosto, hace ya veintiocho años. Mi madre sacaba brillo a la lámpara del faro en el que vivíamos, y mi padre dormía en la planta baja. Subida en una silla, el brazo estirado hacia el exterior para limpiar los churretes de las gaviotas en el cristal, tuvo de pronto la certeza de que iba a dar a luz. Bajó despacio de su pequeño pedestal. Contó las escaleras que le quedaban para llegar hasta mi padre, y cuando calculó que la distancia era suficiente, se puso las manos junto a la boca a modo de bocina e imitó la sirena de una barco, tal como habían convenido. En menos de tres minutos estaban subidos en el viejo descapotable,rezando para que el único doctor que había en el pueblo estuviera disponible.
Estoy a un paso
Del lugar donde no existe ya nada
Ni lenguajes
ni poemas
ni miradas
ni siquieras
Estoy a un paso
de vivir
de sentirme
de volverte
de mirarme
Estoy a un paso
del dolor
de la duda
tu caricia
mi mañana
Estoy a un paso
de un otoño
donde ya es invierno
Qué manera de buscarnos
(Este poema también pertenece a mi cocina literaria, lo escribí hace tiempo)
"Es difícil que quien ama la vida pueda también amar la muerte;
(...) difícil es también que quien ama el arte pueda amar
la antítesis de la creación que es la muerte"
Carlos Fisas: La leyenda negra de Felipe I
El rey se apoya en su asistente para echarse en la cama. Éste abre la ventana interior que permite ver el altar y se retira. El sonido del órgano inunda la cámara; el monarca trata de concentrar su mente en él para librarse de los cristales que parecen agujerearle la pierna a cada momento.
Hace tres años vio colocar la última piedra del monasterio, cumpliendo así el sueño de su padre. Guarda el luto por su hijo Carlos, por las mujeres a las que amó, por la sabiduría perdida tal vez para siempre. Por su padre: desde la cama puede ver el lugar donde reposa, justo bajo los pies del sacerdote. Un lugar cercano al que dentro de poco acogerá por fin sus huesos cansados.
Se incorpora para sacar de la mesilla un puñado de manuscritos arrugados que ha llegado a aprender de memoria. Cierra los ojos y pasa la mano por el papel, visualizando el trazo firme con que su padre le confió, cuando tenía dieciséis años, que un monarca debía ser amigo de la justicia. Nuca hagáis nada bajo el impulso de la ira. Sed afable y amable en el trato, escuchad los buenos consejos, pero guardaos de los aduladores como del fuego.
Una carta parecida a la que hace años escribió a su hijo, que tal vez la quemó en alguna chimenea. Lejos de comprender aquello por lo que abuelo y padre lucharon, ha llegado incluso a tacharlo de hereje. Casi como la Inquisición, con quienes las peleas han sido cada vez más duras. Su empeño por controlar las creencias ha terminado con la unión entre Oriente y Occidente, indispensable para lograr la comprensión del universo. Pero gracias a la tenacidad del arquitecto y al apoyo de un sacerdote, el monasterio guarda para los siglos venideros la armonía del Templo de Salomón.
Apenas puede caminar; del brazo de algún asistente, recorre los pasillos del monasterio pensando si tanta gente merecía morir en la hoguera. A veces se apoya contra el muro y pide otra oportunidad, para remedar aquellas cosas en las que ha podido equivocarse; tantas guerras para mantener un imperio que no podrá sostenerse mucho tiempo.
Siendo muy niño comprendió Felipe lo que debía significar aquel monasterio. Ha paseado por el bosque hasta que su pierna le ha impedido caminar sin ayuda. Desde el lugar que le permitió contemplar la construcción del edificio, ha sentido la energía de las piedras; cada una de ellas cuidadosamente elegida y tallada en las canteras. Mientras el órgano llena la estancia con una melodía triste, el último rey de Jerusalén reza, sin prestar atención al sacerdote, porque alguno de los siglos venideros escuche de nuevo el verdadero mensaje de Dios, arquitecto del mundo.
Tengo un sobrino de once meses que habla mucho; lo que pasa es que los demás somos torpes y no le entendemos. Dice un buen amigo que habla en un lenguaje mágico, al que sólo tenemos acceso cuando somos pequeños y cuyos códigos olvidamos a medida que nos hacemos mayores. Tal vez sea ese lenguaje el que buscamos al escribir, aquel capaz de conectar con el misterio de todas las cosas.
Comprendo la desesperación del pequeñajo cuando habla y habla, nos señala con el dedo suplicante y amenazante a la vez porque no le comprendemos; lo mismo me pasa cuando escribo la misma frase de cien formas distintas sin conseguir expresar lo que quiero.
Una despedida es siempre triste y sucia. No importa si eres el que se queda en el andén, agitando una mano que desea ser gancho, o viajero asustado y nervioso que ve difuminarse todo lo que amó. La despedida es, para todos, un agujero lleno de lágrimas por el que se cuela el frío de la ausencia.
Unas veces buscada y otras impuesta, la despedida puede ser necesaria para crecer, pero no siempre es así. Hay despedidas afiladas como una llamada en mitad de la noche, como una carta que no llega, como unos brazos que sujetan un cuerpo. Hay despedidas lentas y progresivas como hilera de hormigas, que dan tiempo a reaccionar y a preparar el pañuelo; otras fugaces y súbitas como tormentas de verano.
Hay despedidas que se van, y otras se agarran como parásitos, gusano que traga la vida y la alegría, velo que no deja entrar nada azul en las miradas. Hay despedidas que se arreglan con el mar, y otras que sólo se remiendan.
Hay tantas despedidas...
Ayer el periódico hablaba sobre una mujer que había perdido la capacidad de soñar. Explicaba cómo a consecuencia de una lesión, desde hacía unos años su cerebro no producía sueños o, si lo hacía, ella no podía recordarlos.
He conocido a muchas personas que dicen no recordar lo que sueñan; yo no me imagino sin esas rupturas que introducen los sueños en este mundo tranquilo. Espacios imposibles, campos, playas, encuentros con los que nos dejaron, deseos sólo allí realizados, besos tan dulces que quedan en los labios al despertar. Huidas, vuelos sin alas, objetos que se mueven. Mundos futuros, pesadillas que nos hacen dar gracias por lo que tenemos al abrir los ojos. El rastro de una sensación que se esconde en nuestra cabeza sin que podamos definirla.
Sueños mientras dormimos que nos permiten soñar despiertos; me pregunto cómo vive aquel que ha dejado de soñarse.
Una necesidad, un gusanillo, como el deseo físico, el deseo de saber, de viajar, de ver, de volar, de ser, de vivir, de amar, de soñar, de pensar, de sentir, de disfrutar, de oler, de caminar, de correr a veces, de huir, de seguir adelante, de no seguir más, de esperar, de gritar, de cantar, de contar tanto, de callarlo todo, de odiar, de expresar rabia, ira, dolor, ternura, esperanza, de tender una mano, de abrazar, de dar un beso, de recibirlo, de querer tanto, de que alguien me pida ven conmigo, de pedirlo yo, de descifrar el secreto de una catedral, una montaña, un soplo, la brisa, el mar, los pescadores, una planta, el otoño, la luz, todas las estrellas, las noches de verano, el cariño, una caricia... De arreglar el mundo, de repartirlo entre todos, de bajar a unos cuantos, reflotar las pateras, devolver la vida, espantar la muerte, coger un tren y llegar hasta el borde del mapa.
Hace frío. No puedo sentirlo porque voy en el coche, pero lo veo en las manos que sujetan las solapas del abrigo y las empujan hacia dentro, como si fuera posible desaparecer bajo la tela. Esperan el autobús, un autobús que a veces llega y casi siempre no. Es propiedad de una empresa que resta importancia a la vida de los que esperan, porque considera que su tiempo no vale tanto y que pueden gastarlo sentados en ese banco, bajo el frío, el calor o la lluvia. La mayoría han terminado de trabajar por hoy y esperan cansados tratando de no pensar más en una ocupación que llena su cabeza la mayor parte del día. Ese banco es una transición entre la parte de ellos que dan al trabajo y lo poco que les queda; es una frontera entre dos realidades. Ya en el autobús comenzarán a añorar el hogar, el beso que les espera o les esperó. Pensarán qué hacer de cena, qué me habrán preparado, cuáles serán las novedades. Éstos charlando entre ellos, los otros leyendo un libro que les transporta a mundos amables por lo ajenos. Dos, como mucho tres horas en casa, y a dormir: mañana hay que levantarse temprano para trabajar.
Beso en tu beso,
Ansia en tu ansia.
Así somos
Cuando nos amamos.
Abrazo que abre otro abrazo,
Sangre bulliciosa que espera y se derrama.
En la clase de historia una muchacha se pregunta por primera vez por qué suceden las cosas que escucha en los telediarios. Abre con interés el libro, lee una y otra vez el índice y quiere saber, llegar a los temas de los que ha oído algo. Escucha con atención las primeras palabras del profesor, esperando impaciente el momento en el que, al terminar la asignatura, se habrán resuelto todas sus dudas.
Otro colegio, otra clase, la misma ciudad. Un joven de su edad entra en la clase de literatura, nueva para él, y abre el libro por una página cualquiera. Descubre unos versos como los que él desde hace un tiempo garabatea a escondidas en cuadernos viejos. Quiere ser el autor que tantos sentimientos transmite, el poeta que custodia palabras capaces de conjurar lo que tantas veces duele.
Ella no sabe que hay preguntas sin respuesta; no importa, mientras haya gente que las grite.
Él pasará la vida buscando versos mágicos; no podrá encontrarlos, pero siempre le guiará su hechizo.
Tal vez, algún día, busquen juntos.
Han pasado nueve años desde la última vez que te vi. Fue en una feria de libros, pero no recuerdo en cual. Sí recuerdo que comenzaba el verano, porque estaba casi eufórico y el aire tenía ese olor que nace de las plantas cuando les da el sol.
Llevábamos unos días sin llamarnos. Yo salía de trabajar y di una vuelta por la feria, buscando algo que regalarte. Todos los libros me recordaban a tí, pero no me decidía por ninguno. De pronto te vi en la caseta donde te conocí. Llevabas una camisa de gasa y el pelo apenas recogido con unas horquillas. Sonreí de un lado a otro de la cara, con un gesto que se me antojó bobo cuando vi tu expresión. Te quedaste quieta, casi asustada. Cuando intentaste devolver la sonrisa, sólo salió una mueca. Te volviste hacia la señora Antonia, sentada en una esquina del puesto, y ella me miró con algo que podía ser sorna, compasión o una mezcla de las dos cosas.
Te dije que andaba buscando un libro, y mientras hablaba tú tratabas de prestar atención sin conseguirlo porque tu mirada, tan fija, parecía ver a través de mí. Quedamos en vernos después del cierre de la caseta en una terraza cercana. Seguí buscando un libro para tí, hasta que di con uno enorme lleno de fotografías. Al menos sirvió para entretenerme durante las dos horas que te esperé; cuando llegué a la última fotografía, lo cerré de un golpe y lo dejé encima de la mesa, bajo la propina para el camarero.
Duerme la piel de tu espalda entre el dolor y la fortuna.
Quieta la noche, respira el alma entre estrellas de ausencia.
Anhelo de ti, manos fuertes que me acogen y llenan otros lugares
Donde nunca antes estuve.
Duerme.
Yo velo tu risa esta noche, entre el deseo y la plenitud,
Que nunca se colma,
Que nunca se acaba de creer la dicha
De tener un cuerpo
En el que le gustaría morir siempre.
Conduce en dirección a su pueblo, le quedan pocos kilómetros para llegar. Estas curvas ya le resultan familiares, las ha recorrido cientos de veces, en coche o andando; para ir a unas fiestas, para charlar con una muchacha, para despejar la cabeza antes de regresar a casa.
Algunas veces caminó hasta el faro sin detenerse y se le fueron las horas sentado sobre las rocas, escuchando lejano el mar, el desquiciante grito de las gaviotas. A pesar del frío y del viento salado, se quedaba prendado del destello intermitente, majestuoso frente a las aguas. Quién vería aquella luz, qué pensaría al saberse cerca de puerto. Sería su puerto, la familia que espera, o un hogar vació como el suyo. Pero algún día, algún día su casa sería de nuevo un faro y al verla desde lejos desearía llegar. Algún día al abrir la puerta le llegaría el olor del pescado en salsa, y correría a la cocina a abrazarla.
Estaba convencido; por eso nunca fue al cementerio.
Soy la niña en la aldea,
el olor de la sangre,
el estruendo en el aire,
la hogaza de pan.
Un camisón que cruje,
la mano que tiembla,
el cuerpo que olvida.
El llanto de mi hijo,
sus primeras palabras,
el juego con su hermano.
Rojo, verde, azul.
Espliego, harina, fuego.
Maldito teléfono
estallidos de dolor
otra vez el teléfono.
No es verdad;
tú no te has ido.
Ahora, con el olvido,
te veo como siempre.
Te sientas a mi lado,
enhebras mi aguja.
Déjales;
no lo entienden.
Desde que vino el olvido
vivo contigo.
Hoy no tiene ganas de cocinar para él solo. Saca de la nevera un cazo de algo sólido que fue sopa y lo pone al fuego. Abre la última botella de vino; mañana tendrá que bajar al pueblo.
Pone la mesa despacio, recoge el caldo y se sienta a cenar. De pronto el corazón se acelera; algo se ha escuchado en el camino. Es la rueda de un coche, no hay duda. Por primera vez siente el ruido de la contraventana de madera, que lleva horas golpeando la pared. Se levanta a cerrarla y se para a escuchar; ¿será ella esta vez? Hace tiempo que no sale a ver, siempre es gente que pierde la carretera comarcal.
Mientras cierra la ventana un calendario que se paró en el mes de junio baila contra la pared. - "Habrá que cambiarlo".- Piensa, y luego se olvida.
Junio fue hace siete meses.
Arrastra sus zapatillas de felpa hasta el salón y enciende la radio. Al hacerlo se fija en un periódico atrasado. Lo abre por la página que está más doblada y lee:
Desaparecida mujer. Edad: 45 años. Estatura: 1,63 metros. Pelo castaño, ojos pardos. Muy delgada. Viste chandal verde claro.
Después de las noticias coge la radio, apaga todas las luces y sube las escaleras. Con la radio en la mesilla, se acuesta y enseguida le vence el sueño. No escucha la llave que tantea la puerta; no la siente acercarse hasta que, sin saber si es algo más que un sueño, siente su respiración mientras le besa la frente.
No es cierto que seamos sólo nuestra memoria porque, de ser así, al perderla nos perderíamos. Somos, también, memoria de los demás y memoria en los demás. Lo que somos en otros y lo que de ellos llevamos es lo que nos salva de la muerte. Los padres que pierden a su hijo son un agujero de dolor, pero guarda lo más preciado de quien se fue: su memoria. Memoria, recuerdo que va dando a otros y que así perdura entre las generaciones.
Tal vez por eso cuanto mayor es la tragedia mayor es el grado de permanencia, y en más gente. Los que hemos leído la historia personal de cada una de las víctimas del 11-M, las traeremos a nuestro recuerdo aun dentro de unos años, desencadenada su imagen por cualquier estímulo. Así también recordamos por siempre a los seres queridos, sin importar cuántos años sin ellos.
Nuestra vida se entrelaza con otras desde que nacemos. Cuando rememoramos algún momento de nuestra vida, solemos asociarlo a la presencia de otra persona, que permanecerá en nuestra memoria, y nosotros en la suya. Así, no es cierto que perdamos todo al perder la memoria; aun cuando todo nuestro ser sea fulminado por el tiempo, alguien nos traerá ante un álbum de fotos.