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Desde La Luna

Microrrelatos

El legado

El legado "Es difícil que quien ama la vida pueda también amar la muerte;
(...) difícil es también que quien ama el arte pueda amar
la antítesis de la creación que es la muerte"
Carlos Fisas: La leyenda negra de Felipe I


El rey se apoya en su asistente para echarse en la cama. Éste abre la ventana interior que permite ver el altar y se retira. El sonido del órgano inunda la cámara; el monarca trata de concentrar su mente en él para librarse de los cristales que parecen agujerearle la pierna a cada momento.

Hace tres años vio colocar la última piedra del monasterio, cumpliendo así el sueño de su padre. Guarda el luto por su hijo Carlos, por las mujeres a las que amó, por la sabiduría perdida tal vez para siempre. Por su padre: desde la cama puede ver el lugar donde reposa, justo bajo los pies del sacerdote. Un lugar cercano al que dentro de poco acogerá por fin sus huesos cansados.

Se incorpora para sacar de la mesilla un puñado de manuscritos arrugados que ha llegado a aprender de memoria. Cierra los ojos y pasa la mano por el papel, visualizando el trazo firme con que su padre le confió, cuando tenía dieciséis años, que un monarca debía ser amigo de la justicia. “Nuca hagáis nada bajo el impulso de la ira. Sed afable y amable en el trato, escuchad los buenos consejos, pero guardaos de los aduladores como del fuego”.

Una carta parecida a la que hace años escribió a su hijo, que tal vez la quemó en alguna chimenea. Lejos de comprender aquello por lo que abuelo y padre lucharon, ha llegado incluso a tacharlo de hereje. Casi como la Inquisición, con quienes las peleas han sido cada vez más duras. Su empeño por controlar las creencias ha terminado con la unión entre Oriente y Occidente, indispensable para lograr la comprensión del universo. Pero gracias a la tenacidad del arquitecto y al apoyo de un sacerdote, el monasterio guarda para los siglos venideros la armonía del Templo de Salomón.

Apenas puede caminar; del brazo de algún asistente, recorre los pasillos del monasterio pensando si tanta gente merecía morir en la hoguera. A veces se apoya contra el muro y pide otra oportunidad, para remedar aquellas cosas en las que ha podido equivocarse; tantas guerras para mantener un imperio que no podrá sostenerse mucho tiempo.

Siendo muy niño comprendió Felipe lo que debía significar aquel monasterio. Ha paseado por el bosque hasta que su pierna le ha impedido caminar sin ayuda. Desde el lugar que le permitió contemplar la construcción del edificio, ha sentido la energía de las piedras; cada una de ellas cuidadosamente elegida y tallada en las canteras. Mientras el órgano llena la estancia con una melodía triste, el último rey de Jerusalén reza, sin prestar atención al sacerdote, porque alguno de los siglos venideros escuche de nuevo el verdadero mensaje de Dios, arquitecto del mundo.

Lenguaje perdido

Tengo un sobrino de once meses que habla mucho; lo que pasa es que los demás somos torpes y no le entendemos. Dice un buen amigo que habla en un lenguaje mágico, al que sólo tenemos acceso cuando somos pequeños y cuyos códigos olvidamos a medida que nos hacemos mayores. Tal vez sea ese lenguaje el que buscamos al escribir, aquel capaz de conectar con el misterio de todas las cosas.

Comprendo la desesperación del pequeñajo cuando habla y habla, nos señala con el dedo suplicante y amenazante a la vez porque no le comprendemos; lo mismo me pasa cuando escribo la misma frase de cien formas distintas sin conseguir expresar lo que quiero.

Lenguaje perdido

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