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Desde La Luna

Lluvia de agosto

Ella estaba en la playa, recogiendo conchas y caracolas. La vi caminar con delicadeza, mirando al suelo, agachándose cuando algo llamaba la atención. Me pareció tan hermosa que miré alrededor, buscando al chico que la acompañaba. No había nadie; literalmente, nadie. No serían más de las cinco de la tarde, pero el mar estaba oscuro como si anocheciera. Lloviznaba, finas gotas pintaban la arena.

Me resigné a cerrar el libro con el temor a que las páginas se deshicieran, y al juntar las manos la vi. No sé lo que me atrapó de ella, pero sentí la necesidad de tenerla entre mis brazos. Tal vez la delicadeza de su gesto, tal vez que, como a mí, no le importaba la lluvia. Tal vez que parecía ausente, ajena a todo, como si alguien la hubiera soltado allí con la misión de conseguir unas conchas y la promesa de recogerla poco después. El caso es que dejé el libro a un lado, irremediablemente lleno de arena y agua, y me fui a caminar con ella.

Me miró un segundo con curiosidad, y luego continuó caminando. Yo a su lado, como si nos conociéramos desde hace tiempo y no tuviéramos ya necesidad de llenar de palabras ese precioso silencio. De vez en cuando las olas nos alcanzaban; recuerdo el agua retrocediendo entre sus pies.

Empecé a ver las conchas en la arena, y a distinguir formas y colores. Sin pensarlo me agaché a recoger una y se la tendí. Me dio las grqacias con una sonrisa, y así llegamos al final de la playa. Miré el punto negro donde habían quedado mis cosas, y encongiéndome de hombros le pregunté su nombre.

1 comentario

Gerardo -

Me gustó esta escena, y cómo está contada. Saludos.