Qué hermoso final para el 2033. La nieve cae con fuerza, y la casa tiene tanto calor como en los mejores años, cuando Natalia vivía. He encendido la chimenea y he puesto la mesa en su honor, como le gustaba hacer cada Nochevieja. Dentro de poco nuestro viejo reloj con carrión dará las doce; para entonces espero haber terminado esta carta, y brindar a su salud con una copa de champán. Luego me iré a dormir, y mañana temprano saldré de casa por última vez y dejaré la carta en un buzón; aun no han desaparecido todos. Mi primera idea fue dejársela a mi hijo como despedida. La deseché porque no creo que se molestase en buscarla y, aun en el caso de encontrarla, pensaría que es una muestra más de mi desvarío. Así que me dirijo a su revista de Filosofía porque es el único lugar donde hay alguna posibilidad de que esta carta se publique. La conozco desde que, siendo un chaval, empecé a trabajar como profesor de Letras Muertas. Me dirijo a ustedes porque aun quiero a mi mujer, y ella merecía que no fuera sin intentar dejar este mensaje, en el que los dos creímos. Tal vez no publiquen la carta, pero al menos lo habré intentado. Aun si tomaran la decisión de no publicarla, es seguro que una persona la leerá, y quién sabe si esa persona la tomará un poco en cuenta y la comentará con otra, y luego con otra.
Ustedes no lo recuerdan, pero hubo un tiempo en que las palabras eran importantes. Estoy seguro de que mi hijo lo ha olvidado pero a él, como a muchos de ustedes, su madre le leían cuentos cada noche, con tanto amor que escuchándola era imposible saber si había tenido un día bueno o malo .
Casi nadie decía realmente lo que quería decir, por miedo a que los demás descubrieran sus puntos débiles, por miedo a no quedar bien. Las clases se daban a través de un ordenador, y las comunicaciones eran a través de mensajes de texto y correos electrónicos. Como otros, mi hijo se dio cuenta de que se podía vivir sin decir una sola palabra. Mi mujer y yo tardamos un tiempo en darnos cuenta de lo que le sucedía, y cuando lo hicimos era tarde. Intentamos que recordara las historias que había escuchado, pero no hubo manera. Las novelas dejaron de leerse, la filosofía pasó a ser un estudio inútil; sólo unos pocos continuamos inventando mundos, creando nuevas historias que nadie leería.
No han desaparecido las palabras, pero sí su función expresiva: se han reducido a meros transmisores de información. Pero cómo hacerles recordar que son tan hermosas... Tan hermosas como la nieve esta noche, como lo será el sol si sale mañana después de la tormenta. Cómo si no decir te quiero, cómo ofrecer nuestra ayuda, cómo decir cuenta conmigo. Cómo explicar ese nudo que sentimos en el estómago y que se afloja al ponerlo en palabras. .
He intentado seguir adelante sin Natalia, pero cuando ella murió perdí lo único bueno que tenía en este mundo. A pesar de los años, hasta el final tuvimos muchas cosas que decirnos, libros que leernos y comentar, palabras que hacían que las horas tuvieran un sentido. Ahora no puedo vivir sin la palabra de otro, y por eso he tomado esta decisión.
Tengo un amigo de la infancia, Félix. Hace muchos años ya que le encerraron en un hospital. Todas las semanas le hago una visita. Utilizamos las manos para comunicarnos: si le hubiera hablado, me habrían encerrado a mí también. Hoy me sentaré frente a él y empezaré a hablar: le hablaré de Natalia, de los libros
hablaré hasta que dos enfermeros, amable pero firmemente, me lleven a un cuarto donde me quedaré para siempre. Allí han ido llegando los escritores, los filósofos, los historiadores, los poetas... Por las noches, cuando todos los enfermeros duermen, los internos salen al jardín y recitan poemas, los inventan, juegan con las palabras... allí seré feliz.